miércoles, 6 de julio de 2011

Historia de la Vida Real: "La Liceísta"

0 comentarios
 

María Corina tenía 16 años cuando la diagnosticaron como infectada por el VIH, coincidiendo con una hospitalización por neumonía. Cuando me pasaron la interconsulta, nadie le había adelantado el diagnóstico. Eso lo interpreté como que me tocaba a mí decírselo, porque si no: ¿para qué pasaban la interconsulta? Yo le pregunté si tenía novio, y si había tenido relaciones sexuales, lo cual negó. Entonces le pregunté si sabía lo que era el SIDA y el VIH. El cortocircuito fue inmediato: silencio total y cara de angustia. Entonces le expliqué que la prueba del VIH que hacen el laboratorio del hospital le había salido positiva y que había que hacer la prueba confirmatoria. Inmediatamente comenzó a llorar. Era una niña, íngrima y sola, sin ninguna compañía familiar. Me dijo que si ella tenía eso prefería matarse. María Corina era huérfana de padre y madre, y era “cuidada” por un hermano varón algo mayor que ella, y por una abuela que nunca vi. Yo traté de calmarla, y pedirle que no dijera eso de intentar matarse, que pensara en sus hermanas menores, que no les diera ese sufrimiento por su sola inconsciencia. María Corina estudiaba bachillerato, en algún liceo del Oeste de Caracas. No entendí cómo, pero antes de enfermarse había viajado por el Estado Monagas. Habiéndome negado toda actividad sexual, solo podía pensar en a cuántos podría infectar, solo por vengarse contra el mundo. Nunca supimos si el servicio donde estuvo hospitalizada tomó las muestras de sangre, para los exámenes confirmatorios y los de CD4 y carga viral. María Corina decía no tener cédula de identidad, y no saber cómo llegar hasta el Instituto de Higiene. De esa hospitalización se recuperó y egresó. Reapareció por la consulta, meses después, con cuadro de desgaste orgánico. Le indicamos tratamiento parenteral, y le firmamos la solicitud de tratamiento antirretroviral, sin contar con prueba confirmatoria ni niveles de CD4. María Corina dijo que no tenía dinero para movilizarse hasta el ministerio de salud, ni hasta el instituto de Higiene. No sabía de direcciones. Solo sabía que estaba negada a reconocer que estaba infectada, y que debía tratarse. Estaba deprimida, y odiando al mundo: a su abuela, a quien la infectó, a los médicos, etc. Luego supe que quien la había infectado habría sido su propio padre biológico, quien a su vez había infectado a su madre, ambos ya fallecidos, muy probablemente infectados por el VIH. Mis compañeras enfermeras y yo tratamos de levantarle la autoestima a María Corina, y hacerla entrar en razón. Le regalé un multi-abono del metro, y algo de dinero, pero al final nunca hizo nada de lo que tenía que hacer. Esa vez había ido con una hermana mucho menor que ella. Empezando el 2.010, reapareció por la emergencia y se volvió a hospitalizar, esta vez con un estado de gravedad, por una histoplasmosis diseminada, la cual finalmente la llevó a la muerte. Nunca vi un familiar adulto, a cargo de María Corina, dando la cara por ella. Tampoco el Sistema Público Nacional de Salud dio la cara por ella, ni Barrio Adentro, ni el Hospital, ni Trabajo Social, ni Psiquiatría, ni nadie. Mayúscula fue la impresión de mi enfermera Marisabel cuando subió a piso, y descubrió la cama vacía de María Corina, ya fallecida. Siempre amenazó con un suicidio súbito y agudo, pero su amargura acumulada y añejada, nos hizo ser testigos de un suicidio lento y sufrido.

Leave a Reply